
Hay preguntas que no llegan con gritos. Llegan en susurros. En momentos en los que algo dentro de ti se detiene… y despierta.
Eso me pasó una noche cualquiera. Tenía un antojo dulce en la boca y una tristeza en el pecho.
Y de pronto, me vi preguntándome sin saber por qué:
¿Por qué cuando me siento sola, triste o perdida… busco algo dulce para comer?
Me quedé quieta, muy quieta en ese rincón que me abraza todas las noches: mi recámara.
Y sin buscarlo, comenzaron a llegar memorias que tenía dormidas y con ellas… una revelación.
Recuerdo a mi papá, no muchas veces, pero lo recuerdo y en casi todos esos instantes… había azúcar.
Las paletas de tamarindo con saladito, los dulces que traía en las noches, el té exageradamente dulce que compartíamos cuando me llevaba a su grupo de Alcohólicos Anónimos. Eran momentos fugaces… pero en ellos yo me sentía especial, vista, cerca de él. A veces mi mamá preparaba arroz con leche sin azúcar,
y mi papá —como un cómplice— me ponía un poco a escondidas.
Y yo sonreía. Porque no era solo el sabor: era el gesto. Era el amor era él.
Y un día… ya no estuvo, se fue cuando yo tenía seis años y el azúcar quedó como rastro, como puente, como consuelo. Mi forma de sostener su ausencia sin saberlo.
Mi mamá, valiente y trabajadora, también tuvo que ausentarse. Muy temprano salía, uy tarde regresaba y yo, pequeña, esperaba y mientras esperaba, comía. El dulce se volvió abrigo, se volvió abrazo, se volvió una especie de compañía silenciosa. No lo sabía entonces, pero cada mordida era un intento por no sentir tanto la soledad.
Y así crecí, Sin darme cuenta de que estaba alimentando no solo mi cuerpo… sino un vacío emocional que nadie me enseñó a mirar.
A los 17 volví a ver a mi papá, volví a su mundo, al grupo. solo que esta vez no fue un té. Fue café negro cargado. Lleno de azúcar y con cada sorbo, algo se reactivaba en mí: la niña que por fin volvía a sentarse con él.
Ese café era mucho más que una bebida, era el eco de lo que no se dijo, pero se sintió.
Y con su partida definitiva, esa promesa que de niña mi mamá me repetía — «Papá un día regresará y jugará contigo» — se desvaneció y el azúcar… volvió a quedarse conmigo.
Hoy me doy cuenta de algo inmenso: el azúcar fue mi forma de sobrevivir a las ausencias que no sabía nombrar. Mi manera de sentir algo dulce cuando la vida se volvía demasiado amarga.
Pero ya no soy aquella niña. Hoy tengo voz, tengo consciencia, tengo elección y aunque me duela, sé que ha llegado el momento de enseñarle a mi cuerpo, a mi mente, a mi alma… nuevas formas de amor, nuevas formas de consuelo, nuevas formas de dulzura que no me dañen, que no me abandonen después del primer bocado.
Hoy, empiezo a recordar que yo también puedo ser mi refugio.
💬 Si tú también te has refugiado en el azúcar, en la comida, en lo que sea que calme tu dolor por unos minutos… no estás sola.
Quizá no se trata de fuerza de voluntad. Quizá se trata de volver al origen, abrazar tu historia y empezar a escribirla diferente. Una cucharadita de amor propio a la vez.
— Escrito con el alma por
Graciela Hernández – Psicóloga
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