Y aprender a escucharte sin controlarte.

A veces como… sin hambre.
Y no es por gula.
No es porque no me importe mi cuerpo.
No es por falta de información.
Es porque algo adentro de mí necesita otra cosa.
Y como no sé cómo dárselo, se lo doy en forma de comida.
Muchas veces, no tengo hambre de alimento.
Tengo hambre de pausa.
De una palabra amable.
De que alguien me mire y me diga: “no pasa nada si hoy no puedes con todo.”
Pero como nadie dice eso… me levanto y abro la alacena.
Como si el refrigerador pudiera abrazarme.
Como si el pan supiera sostenerme.
Y por un ratito lo logra.
Pero después me doy cuenta:
no era hambre del cuerpo. Era hambre del alma.
Me ha costado mucho aprender a distinguir esas hambres.
Porque durante años me enseñaron a ignorar lo que sentía.
A no llorar. A no enojarme. A seguir.
Entonces el cuerpo se volvió el único que podía gritar.
Y gritaba pidiendo azúcar, algo crujiente, algo tibio…
pero no era eso lo que en verdad me faltaba.
Hoy empiezo a preguntar distinto.
Cuando siento ese impulso de comer sin medida, sin pausa, sin sentido…
en lugar de gritarme, me detengo y me susurro:
“¿De qué tengo hambre en realidad?”
A veces la respuesta es:
— De silencio.
— De contacto.
— De no tener que ser fuerte.
— De llorar sin esconderme.
— De descanso emocional.
Y ahí es donde empieza la verdadera nutrición.
No para restringirme.
No para controlarme.
Sino para ofrecerme lo que realmente necesito.
No siempre lo logro.
Hay días en los que sigo comiendo sin hambre.
Pero ya no me castigo.
Ya no me digo que estoy mal.
Ya no me insulto por no tener “disciplina”.
Porque he aprendido que la verdadera disciplina es aprender a sentir sin huir.
Y eso… eso apenas lo estoy aprendiendo.
Con cariño,
Graciela Hernández – Psicóloga
Deja un comentario